|
Civallero, Edgardo. “Pututus, quepas y bocinas. Bramidos a lo largo de los Andes”. Culturas
Populares. Revista Electrónica 6 (enero-junio 2008). http://www.culturaspopulares.org/textos6/articulos/civallero.htm ISSN: 1886-5623 |
Pututus, quepas y bocinas.
Bramidos a lo largo de los Andes
Edgardo Civallero
Resumen
El artículo repasa las diversas variedades
arqueológicas y etnográficas de trompetas naturales ejecutadas en el área
cultual andina. Presenta un breve acercamiento arqueológico, histórico y
lingüístico a la materia, y un esbozo de los diferentes pututus o “bocinas” interpretados en la actualidad
en el ámbito andino.
Palabras clave: trompetas
naturales, pututus, música andina, área cultural andina, trompetas de caracol.
Abstract
The paper examines the
different archaeological and ethnographical kinds of natural trumpets played
through the Andean cultural area. It includes a brief archaeological,
historical and linguistic approach as well as examples of different pututus or
trumpets currently performed in the Andes.
Keywords: natural
trompets, Pututus, Andean music, Andean cultural area, Conch shells
Cantos de mi pueblo, coplas de amor,
esperanza en el corazón.
Rugir de pututus: liberación,
pueblo andino sin opresión.
“Rugir de pututus”. Sikureada de H. Cortez.
L |
os bombos italaque comienzan a sonar.
Golpes lentos que poco a poco se van acelerando, repicando la característica
cadencia que suele ser preludio de la infinita variedad de sikureadas[1] interpretadas en el altiplano boliviano. Cada sikuri o ejecutante de siku –con una mitad
de esa “flauta de pan” en su mano izquierda– golpea, con la baqueta o waqtana que lleva en su mano derecha, el enorme bombo que cuelga de su
hombro izquierdo. Dentro de la tradicional “tropa” o grupo de sikuris que ejecuta las sikureadas al estilo
tradicional de las comunidades rurales, hay más de 30 músicos, cada uno con su
media flauta, cada uno con su italaque... El
resultado, por ende, es atronador. Una estampa única de interpretación
comunitaria, un espectáculo que inunda todos los sentidos con tradiciones de
siglos, preservadas y transmitidas con las manos, los oídos y los labios a
través de las generaciones.
Y es entonces, entre el retumbar de parches, cuando se
alzan y gimen los pututus, las “bocinas” de
cuerno y caña, un legado que, como tantas otras herencias del pasado andino, se
niega a desaparecer.
Más al norte, entre las ruinas incaicas de Ingapirca, al
sur de Ecuador, las que se alzan son bocinas,
idénticas en forma y función a sus pares bolivianas, aunque distintas en
colores y materiales. En la sierra ayacuchana, en Perú, las llaman wajra-phuku, y las construyen uniendo varios cuernos con clavos y tiras de
cuero. Y al sur, allí donde los Andes comienzan a perder altura y se hielan por
el frío patagónico, el pueblo Mapuche, la “gente
de la tierra”, las llaman küllküll, y las
confeccionan a partir de una simple asta vacuna con el pitón cercenado o un
orificio lateral.
Si descendiéramos de la rocosa columna vertebral de
Sudamérica hacia sus valles cálidos, sus selvas o sus llanos, probablemente
encontraríamos el mismo instrumento en otras manos, con nombres en otras
lenguas y con formas diferentes, pero con el mismo sonido y la misma función...
Y si visitáramos algunos museos de las grandes y pequeñas ciudades del
continente, hallaríamos tras las vitrinas medio centenar de antiguas “bocinas”
de concha y trompetas de cerámica, calladas ya, esperando tal vez que un par de
labios apretados vuelvan algún día a liberar las voces que han dormido siglos
en sus vientres...
Son el bramido de la tierra; el rugido que antiguamente
convocaba a las comunidades para la ceremonia, fiesta o la batalla; el sonido
que, según la tradición Aymara, se alzará algún
día futuro para llamar a los pueblos andinos y anunciarles que, finalmente, ha
llegado el Jacha Uru, el “gran día”, ése en el
que –de acuerdo a algunos relatos– los pueblos indígenas se liberarán de las
sombras que pesan sobre ellos desde hace cinco siglos. El día en que volverán
los khatari, los rebeldes, para guiarlos hacia
la libertad...
Estén donde estén, sean como sean, las “bocinas” o
trompetas andinas siguen levantando sus perfiles al aire y siguen lanzando, año
tras año, su grito ronco. Su historia nos habla del poder que puede tener un
simple sonido, esa única nota que saben pronunciar los pututus...
Organizando la complejidad
Antiguamente confeccionados a partir de una caracola, de metal, de cerámica
o de fibras vegetales enrolladas; hechos luego de madera, hueso, cuerno y caña,
y elaborados en la actualidad con un variopinto espectro de materiales (que
incluye distintas calidades de plástico), los pututus, quepas y demás “bocinas” y
trompetas han desempeñado –y aún desempeñan– un rol importante en la vida
social y musical tradicional y comunitaria de los Andes, una extensa y compleja
región en la cual ambos aspectos –el social y el musical– están estrechamente
vinculados, siendo casi imposible comprender el uno sin el otro[2].
Lejos de limitarse a ser un elemento típicamente andino,
las “bocinas” han sido elaboradas y ejecutadas en innumerables culturas a lo
largo y ancho del planeta. En Sudamérica, forman parte del acervo musical de
numerosos pueblos indígenas, así como de los restos arqueológicos de las más
importantes culturas prehispánicas. Su dispersión se debe, quizás, a la
relativa sencillez que entrañan tanto su construcción como su interpretación. Y
su importancia puede estar relacionada con la potencia de su sonido, limpio,
profundo y fuerte, que ha sido asociado tanto a prácticas guerreras y
convocatorias populares como a poderes divinos y fuerzas ocultas.
Estos instrumentos han recibido un amplio abanico de
denominaciones, dependiendo del área geográfica, la etnia y la comunidad que
los emplee, así como de la lengua que se utilice para designarlos. Asimismo, y
para complicar un poco más su caracterización, asumen muchísimas formas y
estructuras, tienen distintas maneras de ejecución y características sonoras, y
se emplean en distintos momentos del año, todo ello dependiendo siempre del
grupo humano que los maneje. Conforman, en definitiva, un conjunto
extraordinariamente heterogéneo y diverso.
Este texto se limitará a abordar someramente las
“bocinas” y trompetas ejecutadas en el área cultural andina[3],
es decir, la región de América del Sur que fue ocupada, o influida de alguna
forma, por el antiguo Tawantinsuyu, el llamado
“Imperio Inca”. Tal región ocupa un dilatado espacio: desde el sur de Colombia
y el norte de Ecuador hasta el centro de Chile, y desde la costa del Pacífico
hasta el altiplano chileno-argentino-boliviano y la ceja de selva que se abre
al este de la cordillera de los Andes, en Perú y Ecuador. Este marco geográfico
posee pocos factores comunes. La diversidad ecológica y paisajística que se
encuentra en él es tan grande como la étnica. Sin embargo, la antigua presencia
incaica ha dejado una fina pátina cultural que, aún hoy, puede identificarse
claramente y actúa como una suerte de aglutinante. Si bien el área es un
verdadero mosaico humano por su pluralidad –decenas de pueblos indígenas,
tradiciones culturales, historias y situaciones socio-económicas diferentes–
existen algunos rasgos identitarios unificadores: el uso de las lenguas Qichwa y Aymara (cada una con varios
dialectos propios), creencias y valores tradicionales en común (culto a la
tierra y sus accidentes, ceremonias y rituales agrícolas y ganaderos llenos de
significado, vida comunitaria en pleno vigor en las villas campesinas) y
expresiones artísticas con características semejantes (leyendas y relatos
orales, música, danzas, alfarería, orfebrería, textilería...).
Establecidos los límites espaciales, al intentar definir
este conjunto de instrumentos tan variado se puede señalar, en primer lugar, que
se trata de trompetas naturales. Las trompetas son instrumentos de viento en los cuáles el aire se pone en
movimiento merced a la fuerte presión que sobre ellos ejercen los labios
entrecerrados y vibrantes del músico o ejecutante. Se las llama naturales porque no poseen mecanismos para modificar la altura del sonido, es
decir, no cuentan con orificios o válvulas que permitan variar la longitud de
la columna de aire para obtener diferentes “notas”. Por ende, el intérprete de
este tipo de trompetas debe contentarse con un único sonido, o bien usar su
arte y su destreza para jugar con las posibilidades que le brinda la ley física
de “armonías naturales”. Según este principio, dependiendo de la forma del
instrumento y la fuerza con que se lo sople, se obtiene una nota base y un
número variable –según la habilidad y capacidad del músico– de sonidos armónicos. Por ejemplo, una trompeta que, de acuerdo a su longitud y grosor,
permita emitir una nota básica “do”, soplada en forma conveniente podría
generar también un segundo “do” en una octava más aguda, la nota “mi” y la nota
“sol”. Y así podría seguirse, intentando alcanzar toda la escala de “armónicos
naturales”.
Dentro de esta categoría inicial de trompetas
naturales existen distintos subtipos. Pueden ser
conchas (o tener su forma), o bien ser tubulares (o tronco-cónicas). Dentro de cada subtipo existen, a su vez, divisiones. Atendiendo
al punto por el cual el ejecutante sople su instrumento, se habla de trompetas
de embocadura terminal (por un extremo) o lateral (por un orificio abierto en un lado). Por último, también se
diferencian de acuerdo a si pueden soplarse directamente, sin la ayuda de una boquilla o pieza complementaria (por ejemplo, un tubo de caña), o bien con
el auxilio de dicho elemento.
La variedad es apabullante. Para organizar la confusión
–si tal cosa es posible– se han creado un buen número de clasificaciones
musicológicas. Una de las más empleadas a nivel internacional es la de
Hornbostel-Sachs[4], un sistema
decimal que permite sistematizar los instrumentos de acuerdo a sus
características (vid. “Anexo”).
En el área cultural andina y en zonas adyacentes se han
interpretado trompetas de caracol (o de
cerámica, pero imitando la estructura de una concha marina), trompetas rectas
cortas (de metal, calabaza, hueso, madera o cerámica), trompetas curvas cortas
hechas de los anteriores materiales, además de cuerno y fibras vegetales (con y
sin boquillas cortas), y, finalmente, los “clarines” o trompetas largas,
elaboradas a base de un conducto de caña, metal o plástico –que puede llegar a
los 2-3 mts. de longitud– provisto de un pabellón de material diverso (asta,
cuero seco, calabaza, metal, etc.). Este último tipo –de uso extendido en la
sierra peruana, en el altiplano boliviano y chileno, en el noroeste de
Argentina y en el área Mapuche patagónica– no
será incluido en el presente texto, debido a que posee características
particulares que motivan un análisis individual.
Historias de caracolas marinas
Los ejemplos más tempranos de trompetas naturales andinas
–recuperados en sitios arqueológicos– son instrumentos confeccionados a partir
de enormes conchas de gasterópodos del tipo Strombus, moluscos que crecen en aguas cálidas, ecuatoriales:
específicamente, entre México y el norte de Perú, en las costas del océano
Pacífico.
Los grandes caracoles marinos –tanto los citados Strombus univalvos como los bellísimos Spondylus bivalvos, entre otras especies[5]–
fueron un elemento con un enorme poder simbólico, por su aspecto o su origen
oceánico, en todas las culturas prehispánicas americanas. Su inclusión en
tumbas y templos habla de poder, ya sea
socio-político, ideológico o religioso. Evidencia asimismo la existencia de
sociedades piramidales, y permite suponer la existencia de vedas en su empleo[6].
Aztecas y Mayas
los incluyeron en sus mitos de creación, en sus producciones artísticas y en
sus expresiones musicales y ceremoniales. Los pueblos colombianos los
consideraban un bien precioso. Se sabe que los Muiscas o Chibchas los colgaban en las
entradas de sus templos. Fueron muchas las culturas de Colombia que, como la
Calima, la Nariño, la Quimbaya, las de Los Pastos y Quillacinga, incorporaron
las caracolas a su acervo artístico y sonoro, y aún hoy en día los gasterópodos
son bienes muy reverenciados entre pueblos indígenas como los Ika de la Sierra de Santa Marta[7].
Testimonios de su uso como “bocinas” han quedado en las palabras del
historiador colombiano José Ignacio Perdomo Escobar:
En febrero conmemoraban los chibchas la
venida de Bochica con procesiones y rogativas. Venían cerca de diez mil indios
de los reinos de Tunja, Bogotá y Sogamoso, y al son de caracoles marinos
guarnecidos de oro, de flautas y tamboriles, celebraban las ceremonias
religiosas.
Refiriéndose al mismo ámbito geográfico, fray Pedro
Simón dice:
[...] y cuando entraban en la lidia
atronaban la tierra y el aire en estruendo de trompetas, bocinas y caracoles.
Las “bocinas” de caracol son instrumentos monofónicos:
pocas veces puede obtenerse de ellos más de una nota (a pesar de que algunos
autores defienden lo contrario). Su sonido depende de la amplitud de la caja de
resonancia (el tamaño de la valva), el grosor de las paredes, la técnica de
ejecución y la posición de los labios, todo ello combinado con la fuerza del
soplo. Este último factor permite ligeras variaciones en las alturas y las
frecuencias del sonido, así como algunos cambios rítmicos y tímbricos[8].
Para su elaboración se seleccionaban generalmente los
ejemplares adultos, por su tamaño (que facilitaba un sonido más grave y
potente) y por la solidez de su conchilla, que permitía adornarla y grabarla.
Lejos de ser usadas directamente, las caracolas debían soportar un esmerado
proceso de refinamiento, a través del cual se cortaba una de sus puntas para
permitir el soplo y se las pulía, quitando asperezas y parásitos marinos
naturales y reduciendo, a la vez, el grosor de las paredes. Este último hecho
permitía una mejor vibración del material y, en consecuencia, una emisión
sonora más limpia. Algunos ejemplares –los más modernos– eran provistos de
cortas embocaduras de caña, madera o metal adheridas con resina, que actuaban
como verdaderas boquillas y facilitaban el apoyo de los labios del ejecutante.
Más allá de su capacidad para producir música –una
capacidad ciertamente modesta–, las caracolas poseían un profundo significado
intrínseco, relacionado con las cosmogonías, creencias y costumbres de las
culturas andinas (una característica que se repite insistentemente en otras
partes del mundo). En esa región se desarrolló un intenso tráfico entre los
centros urbanos y religiosos y las zonas costeras en donde se encontraban los
caracoles. Este comercio, que en ocasiones implicaba traslados de cientos de
kilómetros, se mantuvo a lo largo de los siglos, y contempló la desaparición de
unas civilizaciones y el surgimiento de sus sucesoras en el escenario de la
historia. Al tener creencias semejantes, todos esos pueblos compartían su
reverencia y aprecio hacia las valoradas conchas, y si bien no siempre las
usaron como instrumento “musical”, aparecieron reflejadas en su arte y, en
muchas ocasiones, como adornos personales en forma de cuentas de conchilla.
Treinta y dos siglos antes de la era cristiana, la
cultura Valdivia de Ecuador usaba “bocinas” de Strombus, probablemente para ritos destinados a propiciar las lluvias. Pues
la presencia de caracolas en las aguas marinas del Pacífico depende de la
Corriente del Niño, el mismo factor que influye en la llegada de la estación
húmeda[9].
En el Precerámico Tardío de los Andes Centrales[10]
(Perú, 2500 a.C., periodo previo a la aparición de la alfarería) comienzan a
usarse fragmentos del apreciado Spondylus para
cuentas y adornos. Pero los ejemplares de Strombus aparecen allí más tardíamente que en Ecuador, recién en el periodo
Formativo (1200-400 a.C.). Sus primeras referencias se encuentran en Chavín de
Huántar, importante e influyente urbe ceremonial peruana. En la plaza circular
semihundida de dicho sitio arqueológico aparecen grabados que representan dos
personajes soplando trompetas de concha[11].
Recientemente, en 2001, el arqueólogo John Rick descubrió en el mismo lugar el
mayor conjunto de Strombus del Perú: veinte
ejemplares, hallados en la que hoy se llama “Galería de las Caracolas”.
En la cultura Chavín, las caracolas estuvieron
íntimamente ligadas al ceremonial religioso[12].
Influencias del estilo artístico de esa cultura se detectan en las “bocinas”
encontradas por el arqueólogo peruano Julio C. Tello en el enterramiento de una
mujer sacrificada en Punkurí[13]
(1933, valle de Nepeña, costa nor-occidental del Perú) y en una excavación
accidental en Chiclayo, en 1938[14].
La primera está decorada con una mano grabada; la segunda es lisa, y ha sido
llamada “Strombus Pickman”.
Mapa de las culturas y sitios citados (diseño. E.
Civallero)
Al periodo Formativo pertenecen también las dos
trompetas de caracolas del género Malea halladas
en un sitio funerario de Huayurco[15]
(Jaén, sierra norte del Perú), siendo el único hallazgo de esta especie de
molusco hasta la fecha. En líneas generales, las conchas marinas se encuentran,
en este periodo histórico, asociadas a contextos funerarios o religiosos, en
enterramientos de elite o en templos representativos. Todo parece indicar que
el sonido de las “bocinas” de caracola anunció y acompañó numerosos actos
rituales.
Del Formativo Tardío, cultura Cupisnique peruana,
proceden los tres ejemplares de Strombus
hallados en el sitio Kuntur Wasi (700-450 a.C.), asociados al enterramiento de
un hombre adulto[16].
Más tarde, durante el periodo de los Desarrollos
Regionales andinos (200-650 d.C.), el Strombus
mantuvo su papel protagónico en diversas culturas. Durante esa época, su manejo
parece concentrarse fuertemente en el ámbito de los Moche o Mochica. Esta cultura –y otras
asociadas, como la Recuay y la Vicús– florecieron en la costa norte peruana
(200 a.C.-900 d.C.). Entre sus magistrales obras de alfarería destacan
numerosos instrumentos musicales, entre ellos las trompetas cortas, tanto
rectas como curvas. Pero quizás las obras más conocidas de estos alfareros sean
las “bocinas” de cerámica en forma de caracol Strombus.
El grado de desarrollo económico y social que alcanzaron
las urbes Moche permitió que sus clases dirigentes –las más privilegiadas–
tuviesen la oportunidad de adquirir ciertos productos de lujo. Entre ellos se
contaban, por supuesto, las conchas marinas. Dentro del universo mítico e
ideológico Moche, el mar y sus criaturas estaban
íntimamente asociados con la muerte y el tránsito hacia el más allá[17].
No eran los únicos con tales ideas: otras civilizaciones
preincaicas de la costa peruana, creían que los dioses habían llegado del mar.
Es el caso de la cultura Lambayeque. Según refiere el cronista Cabello Balboa
hacia 1600, el héroe primordial de este pueblo, Naymlap (o Ñaimlap), arribó a
su tierra en una balsa con un cortejo de varias personas, entre las cuales,
curiosamente, se encontraba un intérprete de “bocina”, un tal Pita Çofi, “que
era su trompetero ó Tañedor de unos grandes caracoles, que entre los Yndios
estiman en mucho”.
La importancia de este elemento, su escasez y la dificultad para obtenerlo motivó que los ceramistas Moche lo reprodujeran en cerámica, con un alto grado de perfección y maestría tecnológica y artística[18]. A diferencia de los Strombus naturales, los de arcilla son más fáciles de tocar: su diseño interior fue perfeccionado, librándolo de las lógicas irregularidades naturales (investigaciones actuales con radiografías han revelado altos grados de precisión) y fue adaptado específicamente al uso que se le iba a dar. Su sonido es estridente o suave, de acuerdo a la intensidad del soplo, y detectable a gran distancia gracias a su potencia y profundidad. Al menos, eso se desprende de las pruebas que se han realizado con varios ejemplares arqueológicos[19], como los conservados en el Museo Chileno de Arte Precolombino.
La elaboración de estas caracolas cerámicas señala la
existencia de una clase artesanal especializada en el seno de una sociedad
fuertemente estratificada, y la selección de materiales y diseño de estructuras
destinadas a obtener un sonido de alta calidad. Es preciso señalar, sin
embargo, que los Mochica también usaron
caracolas naturales. Algunos autores mencionan que tenían boquillas de cobre o
lata y estaban decoradas con diversas incrustaciones[20].
De cerámica y de cuerno
Lejos de limitarse al uso de “bocinas” de caracol –material
privilegiado por el simbolismo intrínseco de la propia concha–, las culturas
andinas crearon otros formatos de trompetas naturales, usadas tanto en contextos ceremoniales como populares.
Así, pueden destacarse las largas trompetas de oro de la ya mencionada cultura Chavín, así como las de la cultura colombiana Quimbaya (como las exhibidas en el famoso Museo del Oro de Bogotá) y las de cobre de las culturas peruanas Chimú y Moche. Estas últimas se fabricaban a partir de planchas finas engarzadas con la ayuda de delicados hilos metálicos y selladas mediante la aplicación de resinas naturales.
Es preciso mencionar, además, las numerosísimas trompetas de cerámica de las distintas culturas andinas. Por su belleza, deben destacarse nuevamente las producidas por los hábiles artesanos Mochica. Espléndidas son sus trompetas curvas –con un bucle girando sobre si mismo, y adornos varios– conservadas en el Museo Amano de Lima. Algunas se incorporan a una estatuilla de guerrero, o incluso a una vasija. Finalmente, otros ejemplares son zoomorfos, asumiendo el perfil de un jaguar o una serpiente, como la conservada en el Museo de Arte de Chicago, en la colección Cummings[21]. Además, se las ha representado en numerosas pinturas decorativas (en la superficie de vasijas) y en las figurillas que, con una naturalidad increíble, representaban a distintos personajes de la sociedad Moche.
Por su parte, la cultura Pucará (300 a.C.-300 d.C.,
previa a la Mochica) generó trompetas rectas y cortas de cerámica, pintadas de
rojo, con diseños incisos decorados en negro y amarillo, como los ejemplares
conservados en el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia de
Lima. La madera también se empleó, para construir trompetas de hasta un metro
de largo, tanto entre los Moche como entre la
cultura Huari y los propios Incas. Y los húmeros y tibias de auquénidos
(camélidos andinos, como la llama o la vicuña) fueron también usados para
confeccionar trompetas. Tales fragmentos óseos –entre los cuáles se incluyó a
veces algún fémur humano– eran pulidos y ensamblados, cubriendo cualquier
resquicio con resina y sujetando los puntos más débiles con anillos de
cerámica.
“Bocinas”de cerámica y caracola (ilustración. E.
Civallero)
Pertenecientes a la cultura San Pedro de Atacama (norte de Chile) se citan trompetas y “bocinas” rectas, hechas de varios fragmentos de madera o hueso con un pabellón agregado en su extremo[22]. Al otro lado de los Andes, en el noroeste argentino, se han hallado trompetas de cerámica con formas similares a pipas (como las expuestas en el Museo de Instrumentos “E. Casanova” de Tilcara[23]). Sus diseños interiores, y la ausencia de restos de hollín y grasitud, permiten identificar unas de otras claramente. En líneas generales, todas las culturas y pueblos del área cultural andina incluyeron, dentro de su patrimonio, algún tipo de trompeta natural elaborada en base a los elementos naturales de mayor disponibilidad.
Es notorio que ciertas trompetas de cerámica eran
empleadas en contextos bélicos, especialmente entre los Moche. Son fácilmente identificables por sus paredes más gruesas y su
factura tosca y pesada, más apta para ser llevadas por combatientes que para el
reposado y circunstancial uso ceremonial. Además, sus pabellones eran
estrechos. Ambas características –grosor de las paredes y diámetro reducido–
restaban mucha calidad al sonido, aunque, en el espacio de una contienda
armada, probablemente tal factor no fuera relevante.
Los primeros contactos de los europeos con la cultura
incaica y con los pueblos del Kollasuyu (sección
meridional del Tawantinsuyu, altiplano
boliviano, región cultural Aymara) arrojaron la
existencia de trompetas naturales de caracola y
otros materiales. Ludovico Bertonio, dominico italiano instalado en Juli
(orilla norte del lago Titicaca), publicó en 1612 el primer vocabulario impreso
de la lengua Aymara[24]. En él incluyó, entre otros términos musicales, los siguientes:
Trompeta: Qhuepa. Tañerla: Qhuepatha,
Trompeta phuſatha.
Trompeta de caracol: Chulu phuſaña. De
calabaça: Matti phuſaña.
Trompetero: Qhuepa camana.
Bocina de calabaça, Phuſaña mati, phuſaña
cchulu: es de caracol.
Estas referencias se encuentran entre los primeros
registros escritos que documentan la presencia de “bocinas” en el altiplano
boliviano Aymara. Por otro lado, en el ámbito
inca, González Holguín recoge, en uno de los tempranos diccionarios de la
lengua Qichwa[25], los siguientes términos:
Huayllaquepa: Trompeta de caracol
Quepa: Trompeta; Qquepak: El trompetero, o trompeta.
En la región del Cusco, el cronista mestizo Felipe Guamán
Poma de Ayala, en su famoso trabajo “Nueva Corónica y buen gobierno” (ca. 1615)
incluye la siguiente referencia:
Hatun chasqui, churo
mullo chasqui
Estos
chasqueros[26] gouernaua este rreyno y era hijo de curaca
fiel y liberal. Y tenía una pluma quitasol de blanco en la cauesa y traýa
porque le biese de lejos el otro chasque. Y trayýa su tronpeta, putoto,
para llamar para questubiera aparexado, llamándole con la guaylla quipa[27].
En el mismo manuscrito, Guamán Poma –además de proveer magníficas
ilustraciones de numerosos músicos y ejecutantes– vuelve a hacer referencia a
esos instrumentos cuando dice: “y dentro la montaña, muchos yndios con sus
hondas y lansas y guaylla quipa”[28]. Por su parte, Las Casas (ca. 1520)
refiere el uso de trompetas y “bocinas” en los conflictos bélicos:
Llegados los ejércitos a aquel lugar, el
capitán general hacía señal que arremetiesen con un caracol grande que suena
como una corneta; en otras partes con un atabal chiquito que llebaba consigo al
hombro; y, en otras, con otros instrumentos de huesos de animales o de pescados
que hacen algún sonido... (junto a) la vocería y halgazara de las tropas, los
toques penetrantes de sus quipas y bocinas, el son ronco y monótono de innumerables
tambores de guerra, el choque de unas armas con otras...
El cronista Cristóbal de Molina cita las conchas marinas
en sus “Ritos y fábulas de los Incas”, diciendo que “hacían el taqui llamado
guarita con las guayllaquepas y caracoles” y que “Venían ... tañendo con unos
caracoles de la mar oradados, llamados gayllaiquipac”. Su par Juan de Santa Cruz
Yamqui Salcamaygua, al referir las batallas entre los soberanos incas Huáscar y
Atahualpa en sus “Relación de antigüedades deste Reino del Perú”, nombra las
“guayllaquipas”. Bernabé Cobo hace lo mismo en su “Historia del Nuevo Mundo”
(1653), cuando se refiere a algunos bailes que realizaban “tocando unos
caracoles grandes de la mar”. Garcilaso de la Vega, al hablar del pueblo andino
Huanca en los “Comentarios de Reales de los
Incas”, dice que usaban “una manera de bozinas” hechas de cráneo de perro. Por
su parte, el padre J. de Arriaga, en “La extirpación de la idolatría en el
Perú” (1621) menciona trompetas de calabaza (“pututu”), de metal y de cráneos
de venado, que servían “en las fiestas paganas a la gente para adorar a sus
ídolos”. En la relación de los primeros frailes agustinos en el Perú[29]
se indica que se usaban “trompetas” de bronce, plata y cobre para adornar huacas o ídolos incas, como los llamados Catequil y Tantazoro. Por último,
las “Constituciones Synodales del Arçobispado de los Reyes” ordenaron, en 1613,
que no se permitieran danzas y ceremonias con instrumentos “infectos” como las
trompetas de cráneo de guanaco[30].
Nombres y palabras
En este punto comienza una confusión terminológica que puede
aclararse rápidamente si se recuerda que, además de los vocablos del castellano
antiguo, se están manejando palabras procedentes de dos lenguas muy extendidas:
la Qichwa –idioma oficial del Tawantinsuyu inca– y la Aymara, usada por la gran
mayoría de las comunidades del altiplano boliviano.
En la primera, se llama(ba) qipa o wayllaqipa (pronúnciese “quepa”) a
la “trompeta de cierto caracol marino de gran tamaño”. Por otro lado, se
denomina(ba) pututu (a veces castellanizado como
“pututo”) a la “trompeta fabricada con cierta concha marina”[31].
El propio caracol marino se llama(ba) ch’uru, y
a la variedad bivalva de hermoso color rojo sangre (el Spondylus) se la conocía como mullu, y era muy
usada, tanto en el incario como en culturas andinas anteriores, como ofrenda o
como signo de distinción.
Si bien los dos términos Qichwa designaban lo mismo –una trompeta natural de caracol– el que sobrevivió para denominar genéricamente a todas las trompetas –pero especialmente a las de cuerno– fue pututu, quedando qipa –o wayllaqipa– como vocablo utilizado ocasionalmente para designar las de
caracola. De todas formas, la confusión en este sentido es notoria en el habla
popular y campesina, aún en la actualidad: muchos usan los nombres
indistintamente. Y a este caos puede agregarse el enredo que generan las
diversas formas de escribir la lengua Qichwa,
cuyos alfabetos estandarizados pocas veces son respetados. Así puede leerse quepa, huayllaquepa, guayllakepa, kheppa, queppa y un enorme (y confuso) etcétera.
Como dato complementario, es preciso señalar que
en el dialecto Qichwa
hablado en el departamento peruano de Ancash, waylla, como adjetivo, significa “vacío”[32].
En cuanto a la lengua Aymara, la designación qhuepa (actualmente
escrita qhipa) desapareció, con el paso del
tiempo, del habla popular, y cayó en el olvido, adoptándose, para las trompetas
nativas (hechas mayoritariamente de cuerno), el término pututu. La expresión matti phuſaña (hoy mat’i
phusaña, literalmente “soplador de calabaza”)
designa específicamente a los pututu con
pabellón de calabaza hueca. La variante chulu phuſaña (ch’ulu phusaña) nos habla del
“soplador de caracol”, instrumento que hoy ha perdido su validez en territorio Aymara. El verbo qhuepatha –“soplar una
trompeta”– también ha perdido su vigencia, así como la voz que designa al
intérprete, qhuepa camana (literalmente, “el que
tiene la trompeta”). En la actualidad, en Aymara
se ha adoptado, al igual que en Qichwa, el
término pututu para designar todas las trompetas (normalmente fabricadas de asta) y, para la acción de
soplarlas, se utiliza el verbo pututuña.
Finalmente, conviene aclarar que el verbo phusaña significa simplemente “soplar”, y vale –hasta hoy– tanto para
“bocinas” como para cualquier otro instrumento de viento, incluidas flautas
verticales, traversas y “de pan”.
De la caracola al cuerno
Con la llegada de las primeras recuas de toros y vacas hispanas a
tierras americanas, el uso de las caracolas fue desplazado por el de las astas
vacunas. A ello colaboró la pérdida progresiva de los valores culturales
andinos, así como la de sus ceremonias religiosas y ritos propiciatorios. Al
desaparecer tales ideas, se difuminó el simbolismo de poder encarnado por las
conchas marinas.
De hecho, algunos autores sostienen que la voz pututu como equivalente andino de “trompeta” es un neologismo[33]
que aparece a partir del siglo XVII, designando específicamente al instrumento
hecho de cuerno. El uso de la voz se fue incrementando, denominando finalmente
–como queda señalado– a todo tipo de trompetas, tanto en las zonas de habla Qichwa como en las Aymara.
A pesar de todo, el uso de caracolas aún está presente
en Perú y algunas zonas de Ecuador. En el primer país, el pututu de caracola, pututo, chulo-phusaña, huayllaquepa, waylla-kepa, churu o quipa se usa todavía en los departamentos Amazonas, San Martín, Puno y Cusco.
En el último departamento, concretamente en las localidades de Cusco y Pisac,
los actuales varayuq (alcaldes comunitarios[34])
anuncian su llegada por medio de los pututus de
caracola.
La variedad actual de trompetas naturales andinas abarca desde el simple cuerno perforado lateralmente o con
el pitón cortado, hasta los largos “clarines” de tubos de 2-3 mts. y pabellón
de diversos materiales, pasando por las “bocinas” hechas de dos piezas:
boquilla de caña o madera y cuerpo de materiales tan variopintos como la
calabaza, la hojalata o el asta (una o varias, unidas entre sí).
Los más tradicionales son los más simples: un solo
cuerno, sin boquilla. Su construcción exige cierta habilidad y experiencia
artesanal. En principio deben hervirse las astas destinadas a instrumento, para
hacer que se desprenda de la parte ósea todo resto de tejido orgánico. A continuación
se cortan los extremos o bien se practica un oficio a un lado, lo cual demanda
el uso de herramientas filosas (que no siempre están a disposición de los
constructores). Finalmente, se limpian, pulen y adornan. En el Museo de
Instrumentos Tradicionales de La Paz (Bolivia) pueden admirarse algunos
ejemplares guarnecidos con ricas incrustaciones de plata labrada.
Estas sencillas trompetas son las usadas en la danza de
los “jairos” o leñeros, en la región de Apolo (La Paz, Bolivia). Allí, en honor
a la Virgen de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre), los bailarines danzan
con sus caballos, disfrazados de mujeres y tocando sus pututus. Son también las empleadas por los guías de arreos de bueyes en
todos los Andes[35] para
conducir el ganado y comunicarse entre ellos, y también por los que guían
caravanas de llamas. Asimismo, son ejecutadas por todas las comunidades para
anunciar eventos o llegadas importantes (como ocurría antiguamente con los chaski), fiestas y reuniones. Y, a veces, los pututus también dan la alerta de acontecimientos graves. Ernesto Cavour
cita las palabras de Don Teófilo Vargas, quien aseguraba: “escuchar en altas
horas de la noche, sobre las crestas de las montañas, el fatídico son del pututu, es señal segura de una rebelión”[36].
En la escala de complejidad, tras estas simples
“bocinas” siguen los pututus de cuerno,
calabaza, metal u otro material que cuentan con una embocadura de caña o madera
de diversas longitudes (aunque suelen rondar los 30 cms.). Son los usados, por
ejemplo, durante la Fiesta de la Siembra, en la región de Catacata (Potosí,
Bolivia). Allí, los campesinos varones participan bailando y tocando sus pututus en la danza del “chilitin”. Estas “bocinas” potosinas son de varios
tamaños, de cuerno y calabaza, y permiten alternar entre tonos graves y agudos,
tejiendo melodías largas que acunan las ruedas de danza de los bailarines, que
se extienden en interminables idas y vueltas...
La forma más tradicional de esta variedad de pututu se conoce como waqra, wajra o huajra. Se trata de una caña sokhosa abierta por ambos extremos, uno de los cuales, normalmente biselado
para facilitar su ajuste, se introduce en el cuerno que hace de pabellón de
resonancia. El nombre es Qichwa, y significa
precisamente “asta de buey”. El pabellón puede estar formado por uno, dos o
tres cuernos, aunque en la sierra peruana pueden ser muchos más. Todas las
rajaduras, escapes o uniones inseguras se sellan con mapha (cera de abeja), elemento importante en la manufacturación de
instrumentos de viento andinos, siempre proclives a agrietarse o quebrarse
debido a la naturaleza de sus componentes.
En Bolivia, el wajra es
llamado también wajra phuku o huajra puco (“soplador de cuerno”), nombre por el que es más conocido en la
sierra peruana[37]. Allí
recibe otras denominaciones: corneta de cacho, huaccra
pucu, huacla, huacra-puco, huagra corneta, huajkra pukuna, wagra... Esos pututus peruanos llegan a incluir hasta 15 cuernos, ensamblados en tres
vueltas en espiral, unidos con clavos de metal o madera y tiras de cuero crudo
(qara q’aytu) y sellados con la citada mapha o con brea. Se tocan en los departamentos de Apurimac, Arequipa,
Ayacucho, Cusco, Huancavelica, Huanuco, Junín, Lima y Pasco. En Huanca, el
cuerno es sustituido por un caparazón de kirkinchu o quirquincho (armadillo), y en
Ayacucho, por un pabellón de cuero seco de res.
Es un wajra, precisamente, el que acompaña a las “tropas” de sikuris de Italaque bolivianas, estampa que se recreó al principio de este texto. La medida de la boquilla de ese pututu en particular tiene la misma longitud que el tubo del siku que da la tonalidad general a toda la “tropa” o conjunto (generalmente la nota mi). En las sikureadas de esos grupos tradicionales, el wajra acentúa los tiempos fuertes, juntamente con los bombos italaque, señalando además las entradas y los cambios de velocidad de cada canción. En general, los wajra acompañan a un buen número de “tropas” tradicionales de instrumentos de viento (sikus, pinkillos, quenas, tarkas), cumpliendo funciones de señalización y ritmo dentro del conjunto. La existencia de una boquilla más o menos larga permite obtener melodías tritónicas, es decir, basadas en el acorde mayor (p.e. do-mi-sol) que se logran al alcanzar los primeros sonidos de la serie de “armónicos naturales”.
“Bocinas”de cuerno y metal (ilustración. E.
Civallero)
Una variante de wajra es
la bocina ecuatoriana, utilizada con la misma
finalidad que sus pares peruanas y bolivianas. Un punto a remarcar en este
instrumento es que, en los últimos tiempos, ha sido construido aprovechando
tuberías de PVC empleadas para conductos de agua, siendo pintadas y decoradas
profusamente, a gusto del ejecutante. Esta tendencia a reemplazar los
materiales naturales por otros sintéticos es dominante en todo el espacio
andino. Por un lado, se debe a las dificultades que a veces entraña la
obtención de cañas y otros elementos. Por el otro, los propios músicos
reconocen que, si bien el sonido pierde mucho de su calidad y color original,
los instrumentos de plástico son más duraderos, y soportan transportes, golpes,
cambios de temperatura y humedad y largos periodos de ejecución sin presentar
por ello los severos daños que sufren sus pares “naturales”.
Las formas más largas de trompetas andinas, los
“clarines”, no serán tratados en este artículo, pero incluyen el erke del noroeste argentino, la caña chapaca del sudeste boliviano, la trutruka Mapuche de Chile y Argentina, el wakar’hanti
Chiriguano del Chaco argentino[38],
la corneta del Arete de los Izoceños bolivianos, el hermoso tira-tira potosino
y un largo etcétera. Utilizados por lo general como medios de convocatoria,
poseen, además, una función ritual y ceremonial en las procesiones y ritos de
contenido religioso, siendo muy importantes en los “misachicos” de los Kolla del noroeste de Argentina y en los Ngillatún de los Mapuche chileno-argentinos.
Su uso, en ciertas regiones andinas, está restringido en el tiempo: ejecutado
en la época del año incorrecta, pueden convocar el granizo (con la consecuente
pérdida de cosechas, lo cual es catastrófico en sociedades agrícolas). Además,
están limitados a la interpretación masculina (como la mayoría de los aerófonos
tradicionales andinos) y sólo permiten la ejecución de melodías tritónicas, las
cuales, en manos expertas, adquieren ciertamente un alto grado de complejidad y
belleza.
Calabazas de la selva
Los antecesores directos del pututu –tal y como se lo conoce hoy, y como ha sido descrito en los párrafos anteriores– no fueron las caracolas preincaicas, sino las “bocinas” de calabaza hueca y otras fibras vegetales, provistas de boquillas de caña. Si bien todas –conchas y calabazas– son trompetas naturales y utilizan los mismos métodos de soplo, las estructuras de las “bocinas” andinas contemporáneas responden a las de las trompetas de calabaza. El cambio de material de vegetales a cuernos que tuvo lugar con el paso del tiempo se comprende si se analiza el hecho desde el punto de vista de la resistencia de los materiales.
Las calabazas son usadas en Bolivia, Perú y Ecuador, y
son obtenidas en las zonas de selva de esos países, con las cuales el área
cultural andina mantuvo desde siempre un activo comercio e intercambio de
bienes. Lejos de tener el simbolismo de las conchas marinas, las calabazas
entraron, sin embargo, entre los elementos que se comercializaban entre el
altiplano y la zona de montaña y las regiones selváticas.
En la actualidad, se siguen interpretando los mismos pututus con resonadores de calabaza que aparecían hace siglos referenciados
en el diccionario de Bertonio como matti phuſaña.
En Perú, esos instrumentos son llamados pororos
o poro cornetas, y en el altiplano Aymara, mat’i phusaña, designaciones
derivadas de los nombres locales para las diversas variedades de calabazas
empleadas en su construcción (pulu, puru, poro, mat’i, mate, tutuma, etc.).
“Bocinas”de cuerno y calabaza (ilustración. E.
Civallero)
Estas “bocinas” tan particulares son empleadas en la
puna boliviana para dar un marco musical a pinquilladas[39] y otras danzas en los departamentos de Potosí, Chuquisaca y Beni.
Sirven –como la wajra en las sikureadas– para dar toques aislados de acento o adorno.
Entre ellas pueden destacarse el pulu o pululu, una trompeta pequeña
(boquilla de caña de 10 cm., pabellón de 8 cm. de diámetro, en forma de
naranja) usada en el altiplano potosino (comunidades de Colquencha, Sica-sica y
Umala). Cuando su tamaño es mayor, se la llama chujlla (o simplemente pututu), y alcanza
los 30 cms. en su boquilla y los 25 en el diámetro de su calabaza. Si bien el
pabellón suele ser esférico, también los hay alargados. Muchos músicos
envuelven las calabazas en piel de llama, para hacer más resistente su uso.
Fuera del área andina, el instrumento es también usado por el pueblo Mojeño del oriente boliviano (zona de selva), donde recibe el nombre de ciñobe.
Otros pueblos, otras “bocinas”
Los Chipaya del altiplano boliviano
(pueblo preincaico que aún vive en las cercanías de los grandes lagos salados
de Uyuni y Poopó) usan un cuerno de vaca (llamado doti en su lengua) para dar señales en sus “tropas” de instrumentos de
viento, práctica referida en otros ejemplos anteriores. Concretamente, el jilaqata (una especie de líder) lo usa para ordenar la interpretación en las
tarkeadas[40]. El sonido monofónico del doti
también es utilizado para marcar el inicio de ceremonias comunitarias
tradicionales, como la Wilancha[41].
Entre los Lican-antai de
Atacama (norte de Chile, área cultural andina meridional) aún es usado el
“cuerno o pututo”, también llamado “putú”. En la actualidad suele emplearse en
las pocas ceremonias comunitarias que han sobrevivido dentro de esta menguada
cultura. Ejemplos son el Cauzúlor –trabajo
comunitario de limpieza de canales de riego agrícola– y el Talátur u obtención de aguas para fertilizar la tierra[42].
El pueblo Mapuche
(Patagonia argentina y centro-sur de Chile) utiliza diversas variedades de
trompetas. Los manuscritos de autores europeos del siglo XVI ya hablaban de
estos elementos en manos Mapuche, usados sobre
todo para señales y batallas. Ercilla, Lobera y Góngora[43]
nombran “vocinas” y “cuernos”. El último dice: “los indios dan grandes gritos
con sonidos de muchas cornetas y cuernos con que se apellidan”. Agrega en otro
párrafo: “se retiraron con grande alarido de cornetas, cuernos y otras muchas
maneras de trompetas que usan y por ellas se entienden”.
Antes de la llegada hispana fabricaban variedades cortas
de fibras vegetales enrolladas, llamándolas kullkull[44]. Usando la misma técnica, creaban los pabellones de sus “clarines” trutruka y ñolkin. El término küllküll o culcul (“helecho” en Mapudungu, la lengua Mapuche) quizás nombre al
elemento usado para la construcción. La fragilidad del material lo hace un
instrumento perecedero, probablemente de uso momentáneo y circunstancial[45].
El empleo de hojas enrolladas para fabricar pabellones y cuerpos de aerófonos
se ha documentado en numerosas culturas latinoamericanas. Instrumentos como los
alucinantes bajones de San Ignacio de Moxos
(departamento Beni, oriente boliviano) responden a esta práctica. Sin embargo
–y replicando el fenómeno de los Andes centrales– los Mapuche prefirieron utilizar astas vacunas tras la llegada del ganado
europeo a sus tierras.
Las “bocinas” de cuerno Mapuche no tienen boquilla de caña, y pueden tener embocadura lateral o
terminal, indistintamente. Su nombre ha sido citado con numerosas variaciones
gráficas: cull-cull[46], kul küll[47] o cungcull. Se menciona el uso de
trompetas de caracol con la denominación de cull-cull[48], pero es muy improbable su existencia, debido a la ausencia de
caracoles de ese tamaño en la zona Mapuche.
Sería extensa la lista de otros instrumentos de
similares características construidos y ejecutados en el área cultural andina.
Mucho más se extendería si tenemos en cuenta las “bocinas” interpretadas en el
resto de Sudamérica, entre las que incluiríamos, sin duda, el titilu y el pehpeu de los Wayana (Surinam y Guayana francesa), el turú de los Mbyá (noreste de Argentina) y tantas otras trompetas
naturales de los pueblos amazónicos. El pequeño
resumen hasta aquí bosquejado permite una aproximación inicial a un fenómeno
complejo en el cual se combinan lengua, historia, medioambiente, cultura,
creencias, costumbres, esquemas y gustos musicales, técnicas de construcción,
formas de interpretación comunitaria y aspectos de la idiosincrasia de cada
pueblo.
A modo de conclusión
El sonido de los diferentes instrumentos musicales es una de las
formas que los pueblos indígenas sudamericanos han tenido para conectarse con
la divinidad, con el mundo mágico-mítico de los espíritus, con los ancestros y
con los propios congéneres. Está presente en todas las fases importantes de la
vida: en los rituales de paso, en los momentos decisivos del año, en las
celebraciones y lamentos. Es una forma de comunicación más, tan válida como
puede serlo la palabra, y, como ella, dotada de muchos significados que escapan
a la comprensión e interpretación de un observador externo.
Dentro de los cánones musicales occidentales, el sonido
que emiten las “bocinas” andinas puede no ser más que una mera “señal”, una
nota –a veces deformada, “desafinada” y carente de limpieza– que marca cambios
en el ritmo de un conjunto de flautas, o el inicio de un repique de tambores.
Sin embargo, la larga historia de las trompetas andinas muestra que, a pesar de
los siglos y los cambios, siguen teniendo una arraigada presencia en muchas
manifestaciones socio-culturales de las comunidades tradicionales de esa
región. Y ello se debe quizás al poder asociado a su sonido. Así como el tronar
de algunos bombos convoca a las fuerzas de la tierra, y el de algunas flautas
habla de la fertilidad y la lluvia, las “bocinas” tienen su propio valor. Su
voz es la que reúne a la comunidad, la que concierta sus esfuerzos, la que les
avisa de los acontecimientos. Es la que permite que comunidades aisladas entre
las montañas se conecten, y que medio centenar de músicos y bailarines
coordinen sus esfuerzos en una danza comunitaria... Es la voz potente que
llama, que organiza, que ordena. La que se usa, junto con la multicolores
banderas wiphala, para convocar los levantamientos
y movimientos ciudadanos populares en las ciudades bolivianas.
Tal vez por ese valor intrínseco de los pututus, los Aymaras depositaron en su
“rugido” –así lo llaman– la señal de la venida del Jacha Uru.
Bibliografía
citada
Baumann,
Max Peter (1981). “Music, Dance and Song of the Chipaya (Bolivia)”. En Latin American Music Review / Revista de
Música Latinoamericana,
2(2), otoño-invierno, pp. 171-222.
Bellerguer,
X. (1980). “Les instruments de musiquedans les pays andins (Equateur, Peru,
Bolivie)”. En Boletín del
Instituto Francés de Estudios Andinos, 9(3), París; Lima.
Berberián, Eduardo y Raffino,
Rodolfo (1991). Culturas indígenas de los Andes Meridionales. Madrid: Alhambra.
Bertonio,
L. (1984 [1612]). Vocabulario de la Lengua Aymara. Reimpresión facsimilar.
Cochabamba: Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social (CERES).
Bourget, Steve (1990).
“Caracoles sagrados en la iconografía Moche”. En Gaceta Arqueológica Andina, 5(20), pp. 45-58.
Burger,
Richard (1992). Chavín and the Origins of Andean Civilization. Londres: Thames and Hudson.
Bustos Cortes, Alejandro
(1999). Etnografía atacameña. Antofagasta: Universidad de Antofagasta; Instituto de Investigaciones
Antropológicas.
Cavour Aramayo, Ernesto
(1999). Instrumentos musicales de Bolivia. 2.ed. La Paz: ECA.
Claro Valdés, Samuel (1997). Oyendo
a Chile. Santiago de
Chile: Editorial Andrés Bello.
D’Harcourt,
R. y M. (1925). La musique des Incas et ses survivances. París: L.O. Paul Gëuthner.
Daggett,
R. (1987). “Reconstructing the evidence for Cerro Blanco and Punkuri”. En Andean Past, 1(1), pp. 111-132.
Cornell University.
Díaz Gainza, José (1977). Historia
Musical de Bolivia. La
Paz: Puerta del Sol.
Escobar, Luis Antonio (1985).
La música precolombina.
Bogotá: Fundación Universidad Central [En línea] disponible en
<http://www.lablaa.org/blaavirtual/antropologia/musicprec/musicprec0.htm>
[Consulta: 20 de junio de 2008].
Falcón
Huayta, V. (2004). “Reconstrucción del Entierro-Ofrenda de Punkurí. Valle de
Nepeña, costa nor-central del Perú”. En Arqueología y Sociedad, s.d. Lima: Museo de
Arqueología y Antropología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Falcón
Huayta, V., Martínez Navarro, R. y Trejo Huayta, M. (2005). “La Huyllaquepa de
Punkurí, costa nor-central del Perú”. En Anales del Museo de América, n.13, pp. 53-74.
Fernández,
Manuel (1993). “Ritual and the Use of musical instruments during the Apogee of
San Pedro (de Atacama) Culture (AD 300 to 900)”. En The Galpin Society Journal, v.46, marzo, pp. 26-68.
Gallice,
Pierre (1957-8). “Notes sur un instrument musical andin: le ‘huajra-phuco’”. En
Travaux de l’Institut Français d’Etudes Andins, t.VI, París; Lima.
González
Holguín, D. (1989 [1608]). Vocabulario de la Lengua General de Todo el Peru
llamada Lengua Qquichua o del Inca. 3.ed. Lima: Universidad Nacional Mayor de San
Marcos.
Grebe
Vicuña, M.E. (1974). “Instrumentos musicales precolombinos de Chile”. En Revista
Musical Chilena, 28(128), pp. 5-55.
Gruszctynska-Ziotkowska,
Anna (1995). El poder del sonido: el papel de las crónicas españolas en la
etnomusicología andina. Quito: Abya-Yala.
Gudemos, Mónica (1998). Antiguos
Sonidos. El material arqueológico musical del Museo Dr. Eduardo Casanova. Serie Monográfica. Universidad de Buenos
Aires. Instituto Interdisciplinario Tilcara. Jujuy. Argentina.
Gudemos, Mónica (2001a).
“Huayllaquepa: el sonido del mar en la tierra”. En Revista Española de
Antropología Americana,
n.31, pp. 97-130.
Gudemos, Mónica (2001b). La música como emblema
de poder en los Andes Centro-Meridionales. Estudios en Arqueomusicología para
América Andina. Tesis Doctoral ms. Universidad Complutense de Madrid. España. Madrid.
Gudemos. Mónica (2005). “Capac, Camac, Yacana. El
Capac Raymi y la música como emblema de poder”. En Anales del Museo de
América,
n.13, pp. 9-52.
Jiménez Borja, Arturo (1951).
“Instrumentos musicales del Perú”. En Revista del Museo Nacional de Lima, xix-xx, Lima.
Lara, Jesús (1978). Diccionario
Qhëshwa-Castellano, Castellano-Qhëshwa. La Paz: Los Amigos del Libro.
Larco
Hoyle, R. (2001 [1938]). Los Mochicas. Lima: Museo Arqueológico Rafael
Larco Herrera; Fundación Telefónica.
Lumbreras, Luis Guillermo
(1989). Chavín de Huántar en el nacimiento de la civilización andina. Lima: INDEA-CONCYTEC.
Makowski, Krzysztof (s.f.).
“Primeras civilizaciones”. En Enciclopedia temática del Perú, vol. 2. Lima: s.d.
Marcos, Jorge (1995).
"El Mullu y el Pututo: La articulación de la ideología y el tráfico a
larga distancia en la formación del estado Huanacavilca". En Álvarez, A. et
al. (comp.). Primer
Encuentro de Investigadores de la Costa Ecuatoriana en Europa, pp. 97-142. Quito: Ed. Abya-Yala.
Marcos, Jorge (2002).
"Mullo y Pututo para el Gran Caimán: Un modelo para el intercambio entre
Mesoamérica y Andinoamérica". En Gaceta Arqueológica Andina, n.26, pp. 13-36, junio, Lima.
Onuki, Yoshio (1995). Kuntur
Wasi y Cerro Blanco. Dos sitios del Formativo en el norte del Perú. Hokusen-Sha.
Parker,
G. y Chávez, A. (1976). Diccionario Quechua Ancash-Huailas. Lima: Ministerio de
Educación. Instituto de Estudios Peruanos.
Pérez Bugallo, Rubén (1996). Catálogo
ilustrado de instrumentos musicales argentinos. Buenos Aires: Ediciones del Sol.
Pérez de Arce, José (1986).
“Cronología de los instrumentos sonoros del Área Extremo Sur Andina”. En Revista
Musical Chilena, año XL,
n.166, jul.-dic., pp. 68-124.
Roel Pineda, J.F. et al. (1978). Mapa de instrumentos musicales
de uso popular en el Perú.
Lima: Instituto Nacional de Cultura.
Rojas Ponce, Pedro (1969).
“La Huaca Huayurco, Jaen Cajamarca". En Boletín del seminario de
Arqueología. Publicación del Instituto Riva Agüero, n.63, pp. 48-56. Pontificia Universidad Católica del
Perú.
Stevenson,
Robert (1959). “Ancient Peruvian Instruments”. En The Galpin Society
Journal, v.12, mayo, pp. 17-43.
Tello, Julio C. (1933).
“Nuevas excavaciones arqueológicas serán practicadas en la próxima quincena en
el palacio de ‘Cerro Blanco’, en Nepeña”. En El Comercio, 2 de octubre de 1933. Lima.
Vega, Carlos (1946). Los
instrumentos musicales aborígenes y criollos de la Argentina. Buenos Aires: Centurión.
Anexo (clasificación)
423 - trompetas
423.1 -
trompetas naturales
423.11 - conchas (todas las qipas o wayllaqipas)
423.111 - embocadura terminal (todas las andinas)
423.111.1
- sin boquilla (las más habituales)
423.111.2
- con boquilla
423.112 - embocadura lateral (no se conocen en los Andes)
423.112.1
- sin boquilla
423.112.2
- con boquilla
423.12 - tubulares
423.121 - embocadura terminal
423.121.1
- recto
423.121.11 - sin boquilla (trutruka, tira-tira, corneta del Arete)
423.121.12 - con boquilla
423.121.2
- curvo (la mayor parte de cuernos y wajra)
423.121.21 -
sin boquilla (cuernos simples; algunos cuernos Mapuche)
423.121.22 -
con boquilla (wajra)
423.122 - embocadura lateral
423.122.1
- recto
423.122.11 -
sin boquilla (erke, wakar’hanti, caña chapaca)
423.122.12
- con boquilla
423.122.2
- curvo
423.122.21
- sin boquilla (küllküll Mapuche)
423.122.22 -
con boquilla
[1] Género musical
tradicional andino -con numerosas variedades- que se basa en la interpretación
masiva y comunitaria de distintas clases de “flautas de pan” siku, usualmente por parte de “tropas” o
conjuntos de músicos que cuentan con decenas de intérpretes. En este caso
concreto, tanto la “tropa” como el músico individual se llaman sikuri.
[2] Sobre sonidos y
música prehispánica, puede revisarse el documento “Sonidos de América” del
Museo Chileno de Arte Precolombino, <http://www.precolombino.cl/es/biblioteca/pdf/sonidos.php>.
[3] Para una
definición de las áreas culturales en Sudamérica -y en particular en los Andes-
cf. la bibliografía
provista por Berberián y Raffino, 1991, p. 3.
[4] Sistema de
clasificación de los instrumentos musicales desarrollado por Erich Moritz von
Hornbostel y Curt Sachs y publicada por primera vez como “Systematik der
Musikinstrumente” en el Zeitschrift für Ethnologie en 1914 (v.4, n.5, pp. 553-90). Vid. “Hornbostel-Sachs”. En Wikipedia,
<http://en.wikipedia.org/wiki/Hornbostek-Sachs>.
[5] Entre géneros
malacológicos citados en la literatura especializada para trompetas
arqueológicas andinas se incluyen los univalvos Malea, Pleuropoca y Phyllnotus. Debe aclararse que el mencionado Spondylus es un bivalvo que no es usado como
“bocina”. Sin embargo, tiene una fuerte presencia ceremonial y simbólica en los
Andes prehispánicos.
[6] Han sido
numerosos los trabajos relacionados con la simbología de poder de ciertos
instrumentos musicales (y ciertos materiales, como las caracolas marinas) en
los Andes centro-meridionales. Vid., p.e., Gudemos (2001b; 2005).
[7] Se recomienda la
consulta del libro [electrónico] de Escobar (1985), en
el cual, además de analizar la música prehispánica en su conjunto, se proveen
detalles e imágenes del uso del caracol en tierras colombianas.
[8] La experiencia
musical del autor permite señalar que la introducción parcial de la mano dentro
del pabellón de la caracola habría podido ser usada para conseguir interesantes
efectos sonoros.
[9] Al respecto, vid. los artículos de Marcos (1995; 2002).
[10] En relación a los
distintos periodos de la arqueología de los Andes Centrales, vid. Makowski (s.f.).
[11] Sobre estos grabados,
vid. Lumbreras (1989) y Burger (1992).
[12] Según Burger (op.cit.).
[13] Sobre este
enterramiento, vid. Tello (1933), Daggett (1987) y Falcón (2004). Un artículo completo
sobre la caracola hallada ha sido publicado por Falcón Huayta, Martínez Navarro y Trejo Huayta
(2005).
[14] Vid. Burger (op.cit.).
[15] Vid. Rojas Ponce
(1969).
[16] Vid. Onuki (1995).
[17] Cf. el trabajo de Bourget (1990).
[18] Vid. el trabajo de Gudemos (2001a).
[19] Es muy
interesante la audición de “Sonchapu”, trabajo grabado por el grupo chileno “La
Chimuchina”, en el cual se incorporan, entre otros instrumentos prehispánicos,
las “bocinas” de caracol. Vid. <http://www.precolombino.cl/es/audiovisual/audio/sonchapu/index.php>.
[20] Cf. Larco Hoyle (2000).
[21] La obra citada de
Escobar (1985) ofrece magníficas ilustraciones de este
tipo de trompetas Mochica.
[22] Vid. Fernández
(1993), pp. 41-2.
[23] Vid. el trabajo de Gudemos (1998).
[24] Se tituló “Vocabulario de la Lengua Aymara”. Vid. la reimpresión facsimilar de 1984, entre otras.
[25] “Vocabulario de la Lengua General de todo el Peru, llamada Lengua
Qquichua o del Inca” (1608). Vid. la edición de
1989.
[26] Chasqui,
chasquero, chasque: palabras derivadas del Qichwa chaski, “mensajero, correo”. “Hatun chasqui” (hatun
chaski) significa “gran
mensajero” y “churu mullo chasqui” (ch’uru mullu chaski), “el mensajero del caracol mullu, o Spondylus”.
[27] En la pág. 351 del manuscrito original. Vid. <http://www.kb.dk/permalink/2006/poma/info/es/frontpage.htm>.
[28] En la pág. 445.
[29] Se trata de la “I
Relación de idolatrías en Huamachuco por los primeros agustinos; II relación de
idolatrías en Huarochirí”, del padre Francisco de Ávila.
[30] Vid. Stevenson (1959), para una revisión
detallada de las fuentes coloniales. Sobre el papel de las crónicas hispanas en
la etnomusicología andina, vid. Gruszctynska-Ziotkowska (1995).
[31] Las definiciones
de este apartado han sido tomadas del diccionario de Lara (1978).
[32] De acuerdo a
Parker y Chávez (1976).
[33] Lara (1978), en
su “Diccionario...”, la cita como tal para la acepción “trompeta de cuerno”.
[34] El término Qichwa significa, literalmente, “el que tiene la
vara”. Se refiere a una vara -a veces adornada con motivos metálicos- que es
símbolo del poder conferido a la persona como representante de la comunidad.
[35] Vid. la referencia de Pérez Bugallo (1996) al
Turú mestizo del
noroeste argentino.
[36] Vid. Cavour Aramayo (1999), un documento de
lectura obligatoria para un acercamiento inicial al mundo de los instrumentos
musicales de Bolivia.
[37] A él se refieren
los D’Harcourt (1925), Vega (1946), Jiménez Borja (1951), Gallice (1957-1958),
Díaz Gainza (1977), Roel et al. (1978) y Bellerguer (1980).
[38] Sobre estos
instrumentos, vid. el
trabajo de Pérez Bugallo (op.cit.).
[39] Género musical
ejecutado por “tropas” de flautas verticales llamadas genéricamente pinquillos. Al igual que con las “flautas de pan” siku, existen numerosísimas variantes.
[40] Género musical
interpretado por “tropas” de pesadas flautas verticales de madera llamadas
genéricamente tarkas.
Existen al menos media docena de variedades de las mismas, y numerosos estilos
interpretativos.
[41] Vid. el trabajo de Baumann
(1981) sobre los instrumentos musicales Chipaya.
[42] Vid. Claro Valdés (1997), o bien otros
documentos específicos sobre la cultura Atacameña o Lican-antai, como Bustos Cortes (1999).
[43] Alonso de Ercilla (“La Araucana”, 1569), Pedro Mariño de Lobera
(“Crónica del Reino de Chile”, 1550-1560) y Alonso de Góngora Marmolejo
(“Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el año de 1575”).
[44] Citado por el
padre Havestadt como Cul cul (“una trompeta de hojas enrolladas”. Vid. nota 47.
[45] Vid. el excepcional trabajo de Pérez de Arce (1986) sobre los instrumentos musicales chilenos, así
como el de Grebe Vicuña (1974).
[46] Citado por
Esteban Eriza (“corneta hecha de cuerno”) en su
“Diccionario comentado mapuche-español”; por Juan Manuel de Rosas (“corneta”)
en su “Gramática y diccionario de la lengua pampa” (1904); y en los libros de
Fabre y Havestadt (“una trompeta de cuerno”). Vid. nota 47.
[47] Citado por Andrés Febrés (“Arte de la lengua general del reyno de Chile”,
1764); Bernardo Havestadt (“Chilidungu sive tractatus linguae chilensis”,
1777); J.T. Medina (“Los aborígenes de Chile”, 1882); y Félix J. de Augusta
(“Diccionario Araucano”, 1934).
[48] “La corneta o caracol cull-cull”, en el trabajo citado de J.T. Medina
(vid. nota 47).